Guadalupe Mora Palacios.

Cinco meses

Cecilia Arizmendi

Tenemos en este momento la temperatura ideal: 26 grados centígrados; me acaban de informar que tendré dos días de “vacaciones”, lo que significa que no tendré que levantarme temprano como lo vengo haciendo desde el 21 de noviembre pasado.

Desde ese día, innumerables veces, deseé no levantarme. No existir. Si no hubiera sido por la obligación laboral me habría quedado envuelta entre las sábanas abrazando la camisa de franela que usó tanto mi mamá e intentando dormir tan profundo para escapar de las pesadillas con cuernos.

– ¡La asesinaron!

– ¿Es posible creerlo?

– Aún no.

Aún creo que a esta hora, pasadas las seis de la tarde, si no va camino a Coatepec salió a comprar café o si no ha llovido estará regando el jardín. O tal vez esté sentada frente a la computadora.

Pocas veces suena el teléfono de casa. Ella ya no llama, ni manda monitos por Whatsapp acompañados del “Buen día, mis hijitos”, ni me ‘postea’ invitaciones en Face.
Hace cinco meses que me ahogaron el canto, me borraron la palabra escrita, me nublaron la vista como esa vez que probé el gas pimienta en los ojos y lloré, no sé si del coraje o del ardor. A mi me apagaron la música, pero a ella le prohibieron vivir.

Porque en Veracruz está prohibido vivir.

Como le dije a Américo Zúñiga: Hay que reconocer que esta ciudad (Xalapa) es insegura. El asesinato de mi madre no es un caso aislado. A mi madre la mataron porque pudieron, porque hay absoluta impunidad en este estado, porque aquí enfrente (del Palacio Municipal) gobernó el capo de la impunidad y su mandato (póngale el calificativo que quiera) fue ejemplo para la sociedad.

“Tu mami murió”. Lo primero que pensé fue en un ‘Excélsior’ embistiendo su auto en la carretera a Coatepec. Ya había pasado alguna vez.
Permanecí sentada un cuarto de hora o más. Tranquila. De pronto, mis piernas comenzaron a doblarse y mi cuerpo, a enfriarse. Oriné durante las horas siguientes, cada siete minutos más o menos. Caminé del baño a la cama y viceversa con palpitaciones que se conectaban a los dientes, que a la vez tiritaban, y a la mente que licuaba y trituraba los pensamientos.
Durante la madrugada del viernes 11 de noviembre pensaba que mi madre seguramente estaba desmayada o dormida.

¡¿Por qué nadie la despierta!?

¡Sacúdanla, carajo!

¿Quién puede pensar en la esperanza? Que vale la pena comprar una casa, diseñar un destino, criar un hijo, estudiar, endeudarse, enamorarse.

Nada vale la pena cuando matan a tu madre.

¿Y cuándo me enferme? Ella ya no estará.
Ese miércoles cuando se enteró que yo descansaba en urgencias del L’Hôpital de Verdun, ya con un tratamiento de hemodiálisis y un diagnóstico poco alentador, compró un boleto de avión y viajó a Montreal para estar conmigo, para acompañarme durante un mes, a menos 39 grados, mientras me estabilizaban y regresábamos a México.
¡A esta pinche patria jodida!

No se despidió.

Las autoridades retrasaron tanto el ingreso a su casa que cuando pude estar ahí y corrí a recuperar su aroma, sólo se percibía la amargura y la humedad.

Todas las áreas operativas del ayuntamiento xalapeño acudieron a Betancourt para corregir problemas de toda índole.
José Yunes llegó a ‘placearse’ sin entender a qué, por qué iba y que ese recorrido vecinal no era un acto político.

Ahora soy parte de las miles de familias rotas, en este país en el que no sabes si continuar como sea o dejarlo en “sus manos” hasta que termine de pudrirse.

Todos buscan una justificación. Todos recrean escenas y creen tener la verdad absoluta. Hay tantas historias que atosigan. Todos creen en Dios, menos yo. Dicen que él sabe por qué hace las cosas. Si fuera así, ¡qué hijo de puta!

El dolor no es posible medirlo. No es posible moldearlo, ni canjearlo. Este dolor no lo entiende nadie, cada quien lo maneja como puede o lo hace a un lado, mientras va de compras o de paseo.

El cariño es invaluable. Tampoco se mide, pero qué bien se siente.

Uno se despierta sin saber pa´qué.

Los políticos debieran dejar de usar guayaberas blancas y enfundarse las camisas desgarradas y manchadas de sangre con las que han muerto campesinos, empresarios, activistas, periodistas, ejidatarios, taxistas.

Nuestro apellido se desdeña entre las páginas noticiosas y su nombre, Guadalupe, no se grita, se consigna en una lista y se convierte en cifra. Aquí es donde detestas a tu gremio.

El silencio lo rompe el monólogo de la lechuza.
Las madrugadas deberían vestirse con música. Mi madre debió estar en estos momentos haciendo pan con trocitos de manzana. Y la vida debió ser otra.

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