AMLO

Francisco Cabral Bravo

Andrés Manuel López Obrador aseveró en días recientes que quiere regresar al pasado. En mucho tiene razón.

Sería extraordinario tener un presidente con la probidad personal y alergia a las corruptelas con dinero público de Adolfo Ruíz Cortines (1952-1958). En estos tiempos que Fidel Herrera y Javier Duarte mostraron cómo transformar una estructura administrativa en un aparato putrefacto, conviene recordar (y emular) a un veracruzano ejemplar, quizá el mejor presidente del México moderno. Más se añora esa ausencia de corrupción en un sexenio como el actual.

La austeridad presupuestal era otra prenda del fanático del dominó, además compartida por Ernesto Zedillo (1994-2000). Ambos duros con los centavos. No quedaron muy atrás Adolfo López Mateos (1958-1964) y Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Las finanzas nacionales se manejaron con cuidado desde la Secretaria de Hacienda, en los dos sexenios encomendada a Antonio Ortíz Mena. No por nada, México creció como nunca antes (o, tristemente después) durante el periodo 1953-1970: un crecimiento elevado, constante y con baja inflación.

La visión para transformar y modernizar, rompiendo tabús y superando taras nacionalistas, son características notables de Miguel Alemán (1946- 1952), Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y Enrique Peña Nieto, en el caso de este último en el notable bienio 2012-2014. Una lástima que el actual Ejecutivo no ha podido, o querido retomar la senda transformacional. Quizá el proyecto más notable, con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la reforma del ejido como joyas de la corona, sea el salinista. En 1989 cayó el Muro de Berlín, pero en 1994 el TLCAN derribó el “muro de la tortilla” que frenaba el comercio entre México y Estados Unidos. La apertura energética peñista es también impresionante.

El terquear, tomando decisiones difíciles e impopulares, destacan en todo el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988). Recibió una herencia nefasta y una economía lastrada en un entorno internacional adverso.

El primer año Zedillista mostró igual determinación. Vicente Fox (2000-2006) y Felipe Calderón (2006-2012), como Ernesto Zedillo en la segunda mitad de su sexenio mostraron institucionalidad ante una oposición política que se regodeaba en bloquear sus visiones y propuestas.

Una lástima, en ese sentido, que las propuestas y acciones de López Obrador muestren que quiere regresar al desaforado estatismo echeverrista (1970-1976), con su derroche de gasto público y corruptelas, y al nepotismo cínico de José López Portillo (1976-1982), igualmente con la corrupción infestando al Ejecutivo. El tabasqueño extraña el autoritarismo presidencial sin frenos o contrapesos. Vive obnubilado por ese poder emanado de Palacio Nacional que contempló cuando llegó a la madurez y es el fantasma que quiere restaurar (no por nada desprecia a las instituciones).

AMLO tiene razón: habría de regresar a ciertos elementos del pasado, pero ofrece un sueño totalmente errado, que sería la peor pesadilla para México.

La ola sobre la cual avanza AMLO para ubicarse, a 16 meses de la elección presidencial, como finalista de la contienda, está empujada por el contraste y la necesidad existencial de venganza. Estudios de opinión privados muestran que la mitad de los mexicanos emitirán su voto por quien este en el mayor punto de alejamiento del Ejecutivo y todo lo que represente. Sin rival enfrente, López Obrador ocupa ese sitio.

Si los mexicanos reprueban las reformas peñistas, López Obrador es quien encabeza la contrarreforma.

Si la corrupción mancha al régimen, López Obrador es quien ofrece destruirlo para ir al renacimiento moral. Si lo institucional tiene una carga negativa, lo anti sistemático de López Obrador es la receta.

El contraste de sus adversarios opaca sus contradicciones y, hasta este momento, también lo protege.

Donald Trump, a quien López Obrador critica regularmente, pero se ven el espejo su nacionalismo y proteccionismo, su espíritu insular y su conexión con las masas. A Trump y a López Obrador los han atacado tantas cosas durante las dos últimas décadas que parecen inmunes a las críticas. Los dos se forraron con el mismo teflón.

López Obrador vive contrasentidos poco conocidos. La historia de la izquierda mexicana es la de éxitos, avances y logros en la obtención del poder, pero también la de fracturas, traiciones y ajustes de cuentas que le han llevado a destruir en un lapso relativamente corto, lo construido en largos años de lucha y organización política. Desde la marginalidad de la guerrilla y la presencia casi testimonial del Partido Comunista, a tocar en un par de veces la Presidencia de la República, primero con Cárdenas en 1988 y después con López Obrador en el 2006, la izquierda mexicana ha tenido como denominador común, la búsqueda del caudillo triunfador y la imposibilidad de construir instituciones partidarias democráticas capaces de procesar las aspiraciones y demandas internas de sus militantes y dirigentes. La falta de fuerza política de Cárdenas en 1994 y en el 2000, abrieron el camino para el liderazgo carismático de Andrés Manuel, quien en 2006 pensó que él solo podía ganar la elección y la perdió por unos cuantos votos desatando un movimiento de protesta que dañó de muerte al PRD en sus aspiraciones por levantarse con el triunfo en 2012. Un AMLO envalentonado volvió a ser derrotado en ese año.

Y a sabiendas que eso implicaba su marginación del partido, decidió abandonarlo.

Al construir Morena, López Obrador sabía que su objetivo central era no sólo mantener viva la figura durante este sexenio, sino ir disminuyendo paulatinamente la fuerza de su partido de izquierda original, el PRD, para irlo incorporando a la nueva estructura ahora bajo su control absoluto. Y de hecho así sucedió.

Últimamente para rematar, el Sr. López, adelante en las encuestas para 2018, dice que resolverá el problema del desempleo poniendo a la gente a sembrar árboles frutales y construyendo carreteras en Oaxaca.

Garantizaría que México sea, permanentemente, un país pobre.

Por lo pronto ya dejó en claro uno de sus proyectos más anhelados: volver “al pasado” porque había ferrocarriles y petróleo. Claro AMLO extraña cuando no había computadoras, cuando cruzaba a caballo de un lado al otro , prefiere el burro a la rueda, lo suyo es el pasado, lo que se fue. Ese es el mundo de AMLO al que quiere volver, y peor aún, al que nos quiere llevar.

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